No teníamos, como el común de la gente, nuestro destino planeado. Tampoco pensábamos en detalle lo que hacíamos, tal vez aquello fue la causa principal para encontrarnos tan similares. Subíamos y bajábamos incansablemente. Teníamos apenas para el boleto y un bocado. Sin embargo no nos hartábamos de sonreír.
Éramos simplemente conscientes de que esta vida es irrepetible y cambiar nuestro rostro nos convertía en seres desagradecidos, incapaces de apreciar la hermosura de los paisajes que colmaban aquellas ventanas roñosas.
Especulaban, pero no, no estábamos repletos de incertidumbre.
Nuestra mente se encontraba tan clara como el cielo frente al mar, simplemente poseíamos distintos privilegios.
Algunos disfrutaban de calificarnos como locos e inconscientes, otros sonreían al vernos y liberaban un ‘pobre gente’ que los cargaba de afecto propio.
Nosotros afortunadamente no necesitábamos sus calificativos ni su lástima, nos sentíamos tranquilos y cómodos con nuestras ideas.
La discrepancia radicaba sólidamente en la capacidad de ver más allá de lo que realmente ellos acostumbraban a mirar.