miércoles, 14 de abril de 2010

La situación es la siguiente...


La situación es la siguiente: esta vez no se trata de mi aparente locura y mi sucesiva necesidad de poner el mundo en palabras. Esta vez es diferente. Es esa melodía existencial que nos inunda a su antojo. Sí, aquello que desde siempre llamamos lluvia.



Hoy abrí los ojos muy temprano, me desvelé más rápido que nunca y le fui fiel a mi ritual mañanero del café, aunque en seguida decidí volver a la cama a fascinarme con Benedetti.


No creo en supersticiones, pero de alguna manera me pone contenta haber sobrevivido al martes trece y al temporal nocturno que me maltrató en la calle.



Las gotas heladas de la lluvia parecen no hartarse y eso me produce una sensación hermosa, inexplicable. Es por eso que ahora mismo estoy acurrucada hasta el cuello, escribiendo estas palabras. Es por eso también que abandoné a Benedetti, claro que no literalmente.



¡Es un momento imperdible! Las personas no podemos ser tan orgullosas como para darnos el gusto de desaprovechar tamaño desastre natural, como para no admitir tanta belleza al unísono, para no permitirnos el placer de sentirnos vivos.



Soy una de esas personas que creen que la lluvia es algo más que un fenómeno atmosférico, que gotas de agua pura producto de un choque de exhaustos nubarrones que ya cumplieron su ciclo y deben empapar la ciudad porque la gravedad lo indica.


Considero que, además de lo orgánicamente natural, esconde un contenido indudablemente emocional. Es también un diluvio interno. Quiero decir con esto, que produce un escalofrío de conciencia, una aceleración al corazón, un sacudón al ser humano. Lo que podría llamarse vulgarmente nostalgia.



La lluvia nos instala en la habitación de la melancolía, nos revoluciona la monótona rutina, nos hace concientes de que al salir al exterior vamos a mojarnos y eso nos producirá frío e incomodidad seguramente y, detrás de aquellas sensaciones, pretende recordarnos que somos esclavos de la existencia, que estamos vivos y tenemos la responsabilidad de sentirnos de esa manera.

sábado, 3 de abril de 2010

La ambigüedad de la distancia.

Era un día de enero, lo recuerdo por el sol ardiente que maltrataba mi palidez. Estábamos veraneando en familia, no puedo citar exactamente el nombre del lugar, pero sí el mar furioso y las grandes masas de arena excitada, la muchedumbre que paseaba el rostro con una risa feliz y supuse que el cuerpo con el alivio que les provocaba la falta de obligaciones por sólo diez días y la pena de saber que pronto vendría un año de trabajo duro.

Yo tenía apenas unos jóvenes trece años y creía que no iba a poder vivir sin la sonrisa de aquel muchachito poco mayor que ya hacía un año que me robaba más lágrimas que nadie. A esa edad, el mal de amor es una situación límite: ¡Los adultos deben entenderlo de una buena vez! Y uno desparrama la arena con bronca, con odio, con una inmensa tristeza y siente que el mar no tiene sentido si él no se acurruca al lado a mirar la luna y todas esas cosas que nos hacen idealizar las películas de amor. Pero claro, nos resistimos a entender que tanta pasión y romanticismo le pertenece sólo a las ficciones y también, con el tiempo, lo dura que puede llegar a ser la vida real. Y ahí es cuando aparece la angustia, la falta de esperanzas, las pocas ganas de vivir.

En fin, el punto es que yo estaba tirada en la orilla del mar, tratando de entender por qué no podía estar con el chico de mis sueños y demás cursilerías universales, cuando descubro inesperadamente que una profunda mirada venía vehemente hacia mí. Y entonces, yo concentro mis pequeños ojos miel en los del morocho bronceado que parecía comprender mi absurda melancolía infantil y nos pusimos a conversar en silencio, como saben las pupilas. Supe que se llamaba Juan- tenía facciones de Juan- y necesitaba urgentemente contención. Comprendí enseguida que me pedía a gritos que lo abrace y sentí muchas ganas de hacerlo, para que entienda que lo entendía, que yo también extrañaba desesperadamente a alguien. Pero me contuve, porque no era un drama de Shakespeare, sino un instante de pura realidad y me iban a catalogar como desquiciada. Entonces Juan me sonrío con la ternura de un hombre que hacía rato había abandonado la inocencia y yo respetuosamente le devolví esa mueca avergonzada e inmediatamente los ojos se me empaparon de lágrimas que debía contener. Sabía que era la primera y última vez que lo iba a ver en mi vida y la sensación era realmente insoportable.

Tenía trece años, estaba en la orilla del mar y acababa de comprender que la distancia, en la mayoría de los casos, no se trata de eternos kilómetros, sino que es virtual e irónicamente cercana.