Lento y prolongado fue el viaje que decidí emprender, algo así como la vida, aunque no tan difícil. Parecía que llegar a destino me hubiese costado años, tantos sentimientos y hazañas me dieron esos kilómetros. Puede sonar extraño, pero tengo mucho que agradecerles, aunque no es momento de hablar de ello ahora.
La había llamado por teléfono a Sara, mi mejor amiga, diciéndole excitada que apenas amanezca partía para algún lugar, incierto hasta el momento, que pronto iba a tener noticias mías, que no me extrañe y que la quería mucho. En realidad la quiero demasiado, Sarita es una amiga de fierro, por ubicar el sustantivo más vulgar y a la vez significativo que describa la situación. Es realmente una persona increíble, profunda, honesta, frontal. Es mucho Sarita, pero no es exactamente ella lo que vengo a contar.
Alcé las alas una mañana de mayo, con frío y dudas, con unos cuantos huesos inseguros, con un par de ojos empañados. Llevaba una mochila enorme que contenía garabatos, palabras, fotos, literatura, en fin, los únicos objetos capaces de reemplazar vacíos internos. Acarreaba también angustias que aún no encontraban fundamento y frustraciones por doquier.
En algún momento del camino soñé con dedicarme al cine, con ser guionista, con inventar historias que ericen la piel. Pasaba noches enteras sobre un escritorio vencido con una tenue luz que me protegía de las penumbras, a solas con la birome y el papel.
Aquella tarde algo extraño y profundo me decía que lo mejor era irme lejos, independizarme, crecer y quizás volver algún día de visitas. Los iba a extrañar. Tenía miedo y coraje, se me cruzaban por la cabeza destinos aterradores y, a su vez, atractivos. Sin embargo, por primera vez decidí actuar casi sin pensar, dicen que a veces conviene. Además, el tren iba demasiado rápido para arrepentirme.
Ansiosa y en el tercer asiento me encontraba rendida advirtiendo por la ventanilla una secuencia de paisajes naturales, como un conjunto de fotografías alineadas que no admiten parpadeos pero sí suspiros. Me aclararon tantas cuestiones aquellas imágenes que se me da por suponer que aquel viaje fue el culpable de mi pasión por la pintura y la soledad. Con el correr de las horas el ardor del cielo fue extinguiéndose y asimismo acababa el día (lo de siempre).
Bajé vehemente en una estación por instinto, bastante desorientada, directo a interrogar al primer hombre que se me cruzó, tenía ansiedad de saber el nombre de mi nuevo lugar. Ramallo, me dijo, y me sentí aún más perdida. ¿Ramallo? Me repliqué interiormente, era la primera vez que lo escuchaba.
Comencé a caminar con nervios y curiosidad al mismo tiempo, las calles me parecían angostas y desiertas, la poca gente, demasiado serena.
Lo primero que debía hacer era buscar lugar para hospedarme. Había algunas edificaciones enormes y antiguas, otras más modernas, pero no tenía pretensiones, me conformaba con un techo y algunos metros cuadrados para sobrevivir.
De repente, entre humo y fotografías, me encontré con Ángela, una mujer simpática y de baja estatura, que limpiaba muy concentrada la vereda. Nos pusimos a charlar, le hablé de mí, ella me habló del pueblo. Estuvimos casi una hora conversando de la vida y fue quien me alquiló un suchito por unos pocos pesos. ¡Me salvaste la vida! Le dije contenta, sin saber que ese era apenas el comienzo del gran afecto que hoy le tengo.
Aquel día todo era descubrimiento, empezar a adaptarse a la elección propia de una nueva vida y al colchón, no era nada fácil. Sobraban los recuerdos y el miedo al fracaso.
Ordené las cosas como pude, busqué un lugar para la guitarra y otro para los libros, saqué el espejo de la pared, apagué el móvil y me tiré en la cama a llorar. ¿Por qué lloraba? Quizás nostalgia, no sé, se me nubló la vista de repente y mis vivencias internas se hicieron lagrimas, lagrimas lindas, indispensables. Después quedé dormida, recuerdo y desperté al día siguiente gracias al sol furioso que entraba por la ventana. Mientras desayunaba me golpearon la puerta, era Ángela avisándome que en la tienda de la esquina buscaban una empleada y fue la mejor noticia que pude haber recibido, necesitaba con urgencia ponerme a trabajar. De a poco todo iba saliendo bien.
En la tienda conocí a dos chicas muy simpáticas y con ellas el tiempo se soportaba más, a veces hasta nos juntábamos a cenar, compartíamos charlas y café, eran una gran compañía.
En los días libres recorría las callecitas de Ramallo, observaba la nostalgia del domingo, sacaba fotos y escribía. Nada me gustaba tanto como la soledad. Trataba de no ahogarme en la rutina ni en la desidia, tampoco en la búsqueda constante de aquello que no sé poner en palabras.
La había llamado por teléfono a Sara, mi mejor amiga, diciéndole excitada que apenas amanezca partía para algún lugar, incierto hasta el momento, que pronto iba a tener noticias mías, que no me extrañe y que la quería mucho. En realidad la quiero demasiado, Sarita es una amiga de fierro, por ubicar el sustantivo más vulgar y a la vez significativo que describa la situación. Es realmente una persona increíble, profunda, honesta, frontal. Es mucho Sarita, pero no es exactamente ella lo que vengo a contar.
Alcé las alas una mañana de mayo, con frío y dudas, con unos cuantos huesos inseguros, con un par de ojos empañados. Llevaba una mochila enorme que contenía garabatos, palabras, fotos, literatura, en fin, los únicos objetos capaces de reemplazar vacíos internos. Acarreaba también angustias que aún no encontraban fundamento y frustraciones por doquier.
En algún momento del camino soñé con dedicarme al cine, con ser guionista, con inventar historias que ericen la piel. Pasaba noches enteras sobre un escritorio vencido con una tenue luz que me protegía de las penumbras, a solas con la birome y el papel.
Aquella tarde algo extraño y profundo me decía que lo mejor era irme lejos, independizarme, crecer y quizás volver algún día de visitas. Los iba a extrañar. Tenía miedo y coraje, se me cruzaban por la cabeza destinos aterradores y, a su vez, atractivos. Sin embargo, por primera vez decidí actuar casi sin pensar, dicen que a veces conviene. Además, el tren iba demasiado rápido para arrepentirme.
Ansiosa y en el tercer asiento me encontraba rendida advirtiendo por la ventanilla una secuencia de paisajes naturales, como un conjunto de fotografías alineadas que no admiten parpadeos pero sí suspiros. Me aclararon tantas cuestiones aquellas imágenes que se me da por suponer que aquel viaje fue el culpable de mi pasión por la pintura y la soledad. Con el correr de las horas el ardor del cielo fue extinguiéndose y asimismo acababa el día (lo de siempre).
Bajé vehemente en una estación por instinto, bastante desorientada, directo a interrogar al primer hombre que se me cruzó, tenía ansiedad de saber el nombre de mi nuevo lugar. Ramallo, me dijo, y me sentí aún más perdida. ¿Ramallo? Me repliqué interiormente, era la primera vez que lo escuchaba.
Comencé a caminar con nervios y curiosidad al mismo tiempo, las calles me parecían angostas y desiertas, la poca gente, demasiado serena.
Lo primero que debía hacer era buscar lugar para hospedarme. Había algunas edificaciones enormes y antiguas, otras más modernas, pero no tenía pretensiones, me conformaba con un techo y algunos metros cuadrados para sobrevivir.
De repente, entre humo y fotografías, me encontré con Ángela, una mujer simpática y de baja estatura, que limpiaba muy concentrada la vereda. Nos pusimos a charlar, le hablé de mí, ella me habló del pueblo. Estuvimos casi una hora conversando de la vida y fue quien me alquiló un suchito por unos pocos pesos. ¡Me salvaste la vida! Le dije contenta, sin saber que ese era apenas el comienzo del gran afecto que hoy le tengo.
Aquel día todo era descubrimiento, empezar a adaptarse a la elección propia de una nueva vida y al colchón, no era nada fácil. Sobraban los recuerdos y el miedo al fracaso.
Ordené las cosas como pude, busqué un lugar para la guitarra y otro para los libros, saqué el espejo de la pared, apagué el móvil y me tiré en la cama a llorar. ¿Por qué lloraba? Quizás nostalgia, no sé, se me nubló la vista de repente y mis vivencias internas se hicieron lagrimas, lagrimas lindas, indispensables. Después quedé dormida, recuerdo y desperté al día siguiente gracias al sol furioso que entraba por la ventana. Mientras desayunaba me golpearon la puerta, era Ángela avisándome que en la tienda de la esquina buscaban una empleada y fue la mejor noticia que pude haber recibido, necesitaba con urgencia ponerme a trabajar. De a poco todo iba saliendo bien.
En la tienda conocí a dos chicas muy simpáticas y con ellas el tiempo se soportaba más, a veces hasta nos juntábamos a cenar, compartíamos charlas y café, eran una gran compañía.
En los días libres recorría las callecitas de Ramallo, observaba la nostalgia del domingo, sacaba fotos y escribía. Nada me gustaba tanto como la soledad. Trataba de no ahogarme en la rutina ni en la desidia, tampoco en la búsqueda constante de aquello que no sé poner en palabras.