Un estudiante, por supuesto, de corta edad, enfrenta al mundo una mañana de otoño, da unos primeros pasos disfrutando del fino sonido de las hojas secas bajo su suela, se estira, oxigena, observa y piensa.
No conoce exactamente su destino, se entrega completamente a sus piernas y a sus pequeños ojos miel.
Dirige su mirada a diferentes puntos y reflexiona sobre cada uno de ellos.
En principio, detiene sus pupilas sobre el verde brillante del semáforo y echa un vistazo atentamente a la presión que ejerce sobre el acelerador la zapatilla de aquel empleado que tiene que llegar puntual a su trabajo, y piensa que detrás de esa suela existe una familia. Hasta es capaz de imaginar sus hijos, quizás de su misma edad y su mujer, con ojos cansados y las puntas del cabello deterioradas, baldeando la vereda humillada por el maniático otoño.
Gira su rostro y observa inevitablemente a la ochentona que sutilmente corre la cortina para espiar al jovencito que besa a su novia en la vereda de enfrente y está seguro que en su interior se lamenta por lo atrevidas que vienen las nuevas generaciones y recuerda que su marido, quien mira fanáticamente el boletín semanal, solamente era capaz de abrazarla frente a la gente y hasta eso era visto como un abuso total en su época.
Esa cafetería sigue en la esquina vendiendo el mismo café rancio, con las mismas sillas y el mismo viejo que lee el diario todos los días.
El cielo se encuentra cada vez más oscuro y seguimos ignorando soberbiamente el calentamiento global.
El taxista, harto del volante, remonta en su coche a una embarazada desesperada por el nacimiento de su hijo.
Los adolescentes continúan felizmente en posición horizontal.
El día comienza a marchar como de costumbre, cada ser se encarga de realizar, aún contra su voluntad, la tarea que le corresponde, pero existe algo en todos ellos que coincide, sus rostros gritan basta a la rutina y sin embargo nadie tiene la capacidad de oírlos, todos siguen firmemente con su cotidianeidad y no reparan ni siquiera un segundo en la de los demás.
Entonces se dio cuenta en seguida que las cosas pueden cambiar si al realizar el mismo camino nos animamos a mirar para diferente sitio y de distinta manera, podríamos destruir nuestra agotada rutina aprendiendo de los ojos ajenos.
No conoce exactamente su destino, se entrega completamente a sus piernas y a sus pequeños ojos miel.
Dirige su mirada a diferentes puntos y reflexiona sobre cada uno de ellos.
En principio, detiene sus pupilas sobre el verde brillante del semáforo y echa un vistazo atentamente a la presión que ejerce sobre el acelerador la zapatilla de aquel empleado que tiene que llegar puntual a su trabajo, y piensa que detrás de esa suela existe una familia. Hasta es capaz de imaginar sus hijos, quizás de su misma edad y su mujer, con ojos cansados y las puntas del cabello deterioradas, baldeando la vereda humillada por el maniático otoño.
Gira su rostro y observa inevitablemente a la ochentona que sutilmente corre la cortina para espiar al jovencito que besa a su novia en la vereda de enfrente y está seguro que en su interior se lamenta por lo atrevidas que vienen las nuevas generaciones y recuerda que su marido, quien mira fanáticamente el boletín semanal, solamente era capaz de abrazarla frente a la gente y hasta eso era visto como un abuso total en su época.
Esa cafetería sigue en la esquina vendiendo el mismo café rancio, con las mismas sillas y el mismo viejo que lee el diario todos los días.
El cielo se encuentra cada vez más oscuro y seguimos ignorando soberbiamente el calentamiento global.
El taxista, harto del volante, remonta en su coche a una embarazada desesperada por el nacimiento de su hijo.
Los adolescentes continúan felizmente en posición horizontal.
El día comienza a marchar como de costumbre, cada ser se encarga de realizar, aún contra su voluntad, la tarea que le corresponde, pero existe algo en todos ellos que coincide, sus rostros gritan basta a la rutina y sin embargo nadie tiene la capacidad de oírlos, todos siguen firmemente con su cotidianeidad y no reparan ni siquiera un segundo en la de los demás.
Entonces se dio cuenta en seguida que las cosas pueden cambiar si al realizar el mismo camino nos animamos a mirar para diferente sitio y de distinta manera, podríamos destruir nuestra agotada rutina aprendiendo de los ojos ajenos.