Estaba ebria de sueños y de días insípidos.
Estaba ebria del desierto y de la soledad.
Estaba ebria de las mismas caras y el mismo aire.
Estaba ebria de calles iguales y caminos perplejos.
Estaba ebria de impotencia y de incomprensión.
Estaba ebria del amor y del olvido.
Estaba ebria de preguntas sin respuestas.
Estaba ebria de tantas contradicciones ingenuas.
Estaba ebria de no ser constante.
Estaba ebria de un ego muerto de hambre.
Estaba ebria de ver opaco lo que brilla.
Estaba ebria de este circo, de su circo.
Estaba ebria de saberse ingrata.
Estaba ebria de tenerlo todo y a la vez, no tener nada.
Estaba ebria de su cuerpo y de su nombre.
Estaba ebria de las palabras y de su voz.
Estaba ebria de la desidia.
Estaba ebria de no poder.
Estaba ebria de sentirse extraña.
Estaba ebria de saber que lo era.
Estaba ebria de la adolescencia.
Estaba ebria de su sensatez.
Estaba ebria del tiempo y de los pocos años que llevaba encima.
Estaba ebria de la melodía que reproducía su raquítico corazón.
Estaba ebria porque estaba cansada.
Estaba cansada y por eso estaba ebria.
(...) y quizá se había acercado por curiosidad a una de mis extrañas ventanas y había entrevisto el espectáculo de mi insalvable soledad, o le había intrigado el lenguaje mudo, la clave de mi cuadro. Y entonces, mientras yo avanzaba siempre por mi pasadizo, ella vivía afuera su vida normal, la vida agitada que llevan esas gentes que viven afuera, esa vida curiosa y absurda en que hay bailes y fiestas y alegría y frivolidad.
sábado, 27 de diciembre de 2008
lunes, 22 de diciembre de 2008
Primera parte.
Llegó a su departamento a las once de una noche estrellada y brillante. Las llaves crujían sobre el cerrojo y los pasos hacían eco entre los muros veteranos y el ambiente sigiloso. Se rindió sobre el sillón más cercano para descansar la mente. Luego suspiró, como suspiran las olas de un mar cansado por los años y sus tempestades.
Durante su vida recorrió caminos difíciles, pero siempre tuvo un espíritu fuerte, y fue ese mismo el que le impidió triturarse las venas.
Tuvo una vida complicada, si habría que vulgarizar, sin embargo aquel calificativo no representa, en absoluto, lo que literalmente fue.
Aquella noche la paso en vela, a solas con su mente, inundando las sábanas. Los pensamientos no le permitían afianzar los ojos, por mucho que al sueño se le antoje.
Recordaba que horas antes, un episodio simple se transformaba en una marca más para su historia y tenía miedo de no poder conciliar el sueño por el resto de sus madrugadas. Cada mañana temprano debía ir a trabajar sin importar lo devastada que se encuentre, ni lo eterna que haya sido la noche anterior. De todas maneras era una mujer fuerte, creo haberlo dicho.
A eso de las seis, apenas amanecía, se preparaba el desayuno, café bien dulce con tostadas bañadas en mermelada de durazno, por supuesto. Amaba el café y siempre lo acompañaba con tostadas. Después le seguía una ducha para despejarse y comenzar el día espléndida, entre comillas. Cuando ya se había colmado de perfume el cuerpo, bajaba los cuatro pisos en ascensor y saludaba amablemente al encargado del edificio, aquel que siempre estaba aferrado a la escoba, con una sonrisa. Caminaba dieciséis cuadras aproximadamente y llegaba puntual a la oficina. Allí estaba al servicio de la gente durante toda la mañana y llegado el mediodía se cruzaba a almorzar. Aprovechaba ese tiempo libre para ojear algunas páginas del diario y a las catorce retomaba el cargo hasta el atardecer. Luego, otra vez al departamento en San Telmo, a la soledad de una noche silenciosa, con puchos y libros entre sus manos pálidas.
Soledad, supongo que era la palabra exacta para describir su mundo, porque la soledad reinaba en su vida, en su rutina, siempre. Si tuviese que pensar alguna otra diría recuerdos, porque eran ellos los que le torturaban el alma.
Estaba hundida en un puñado de días semejantes, insulsos, sin nada maravilloso por lo cual esperar ansiosa más que los residuos del sueño.
Y soñaba, soñaba constantemente, porque de alguna manera debía sobrevivir.
A sus treinta y cinco, había resistido ya a un lento desamor, que le dolió durante años y le dejó una cicatriz eterna, a graves desordenes alimentarios, los cuales le costó sobrellevar, a unos padres que, prácticamente, no la registraban y algunas amigas hechas de papel, de esas que se desarman con la más simple y débil brisa. Todo esto complementado a los problemas que derivaban de todo aquello, no era poco. Era demasiado para un sólo corazón.
Sus padres estaban alejados uno del otro desde su infancia y con su madre ya no cruzaba palabras. A su padre lo visitaba de vez en cuando, le agradaba la mujer con la que vivía, era simpática, decía. Sus dos hermanos se fueron del país por cuestiones de trabajo y no los veía más que en fotos y entre lágrimas.
Soltera empedernida, expresaban los de al lado, pero existía mucho más detrás de aquella frase y en el interior de esa mujer, que un par de vecinos prejuiciosos nunca entenderían.
Aquella noche, horas antes de llegar a su departamento, se detuvo un instante al ver a un grupo de soñaras llorando desesperadas y a sus maridos alborotados. De inmediato preguntó indiscretamente lo que sucedía. No pudieron responderle, simplemente le señalaron con el dedo índice hacia delante, apuntando al cementerio. No sabía exactamente por qué sentía esa curiosidad, pero tuvo la necesidad de cruzar la carretera para continuar indagando. Sería, tal vez, esa intuición fascinante que caracteriza a las mujeres.
Al llegar al lugar y observar la lápida, sus ojos se paralizaron en un nombre, Blanca Bertucci, su madre.
Durante su vida recorrió caminos difíciles, pero siempre tuvo un espíritu fuerte, y fue ese mismo el que le impidió triturarse las venas.
Tuvo una vida complicada, si habría que vulgarizar, sin embargo aquel calificativo no representa, en absoluto, lo que literalmente fue.
Aquella noche la paso en vela, a solas con su mente, inundando las sábanas. Los pensamientos no le permitían afianzar los ojos, por mucho que al sueño se le antoje.
Recordaba que horas antes, un episodio simple se transformaba en una marca más para su historia y tenía miedo de no poder conciliar el sueño por el resto de sus madrugadas. Cada mañana temprano debía ir a trabajar sin importar lo devastada que se encuentre, ni lo eterna que haya sido la noche anterior. De todas maneras era una mujer fuerte, creo haberlo dicho.
A eso de las seis, apenas amanecía, se preparaba el desayuno, café bien dulce con tostadas bañadas en mermelada de durazno, por supuesto. Amaba el café y siempre lo acompañaba con tostadas. Después le seguía una ducha para despejarse y comenzar el día espléndida, entre comillas. Cuando ya se había colmado de perfume el cuerpo, bajaba los cuatro pisos en ascensor y saludaba amablemente al encargado del edificio, aquel que siempre estaba aferrado a la escoba, con una sonrisa. Caminaba dieciséis cuadras aproximadamente y llegaba puntual a la oficina. Allí estaba al servicio de la gente durante toda la mañana y llegado el mediodía se cruzaba a almorzar. Aprovechaba ese tiempo libre para ojear algunas páginas del diario y a las catorce retomaba el cargo hasta el atardecer. Luego, otra vez al departamento en San Telmo, a la soledad de una noche silenciosa, con puchos y libros entre sus manos pálidas.
Soledad, supongo que era la palabra exacta para describir su mundo, porque la soledad reinaba en su vida, en su rutina, siempre. Si tuviese que pensar alguna otra diría recuerdos, porque eran ellos los que le torturaban el alma.
Estaba hundida en un puñado de días semejantes, insulsos, sin nada maravilloso por lo cual esperar ansiosa más que los residuos del sueño.
Y soñaba, soñaba constantemente, porque de alguna manera debía sobrevivir.
A sus treinta y cinco, había resistido ya a un lento desamor, que le dolió durante años y le dejó una cicatriz eterna, a graves desordenes alimentarios, los cuales le costó sobrellevar, a unos padres que, prácticamente, no la registraban y algunas amigas hechas de papel, de esas que se desarman con la más simple y débil brisa. Todo esto complementado a los problemas que derivaban de todo aquello, no era poco. Era demasiado para un sólo corazón.
Sus padres estaban alejados uno del otro desde su infancia y con su madre ya no cruzaba palabras. A su padre lo visitaba de vez en cuando, le agradaba la mujer con la que vivía, era simpática, decía. Sus dos hermanos se fueron del país por cuestiones de trabajo y no los veía más que en fotos y entre lágrimas.
Soltera empedernida, expresaban los de al lado, pero existía mucho más detrás de aquella frase y en el interior de esa mujer, que un par de vecinos prejuiciosos nunca entenderían.
Aquella noche, horas antes de llegar a su departamento, se detuvo un instante al ver a un grupo de soñaras llorando desesperadas y a sus maridos alborotados. De inmediato preguntó indiscretamente lo que sucedía. No pudieron responderle, simplemente le señalaron con el dedo índice hacia delante, apuntando al cementerio. No sabía exactamente por qué sentía esa curiosidad, pero tuvo la necesidad de cruzar la carretera para continuar indagando. Sería, tal vez, esa intuición fascinante que caracteriza a las mujeres.
Al llegar al lugar y observar la lápida, sus ojos se paralizaron en un nombre, Blanca Bertucci, su madre.
martes, 9 de diciembre de 2008
Estaban todos idos. Se trataba de un gran desfile de almas necias y miradas insulsas. Caminaban el camino, lo respiraban, lo transpiraban y se perdían en el aire. No entendían nada, absolutamente nada. Pero vivían, vivían sobreviviendo. Sin detenerse. Transitaban cada día, exhibiendo, al no lograr ver más allá, un par de ojos vacíos.
viernes, 5 de diciembre de 2008
Escasez.
Se encontraban lejos uno del otro, sin embargo la distancia no les impidió amontonar sus ojos y conversar. Eran conscientes de que en esta vida, al menos en esta, no lograrían estar juntos. Lo tenían claro. Tan nítido como el intervalo de sus miradas.
Habían citado un pacto entre ellas y entregarían sus almas para efectuarlo.
Se amaban. Sí, se amaban seriamente, excesivamente, sutilmente. Se amaban con todo lo que incluye el verbo, con todo. Y fue ese mismo amor el que los hundía en una tregua invisible, disfrazada.
Eran jóvenes y eso no interesaba, sabían que se amarían toda la vida, al menos en esta y si esta misma les impedía reproducir sus sentimientos, no encontraban motivos para continuar respirando.
Sólo el amor los ayudaba a ser.
Saborearon la última mirada y en ella se despidieron apasionadamente, hasta la próxima vida (si es que tienen la suerte de que exista una próxima).
Habían citado un pacto entre ellas y entregarían sus almas para efectuarlo.
Se amaban. Sí, se amaban seriamente, excesivamente, sutilmente. Se amaban con todo lo que incluye el verbo, con todo. Y fue ese mismo amor el que los hundía en una tregua invisible, disfrazada.
Eran jóvenes y eso no interesaba, sabían que se amarían toda la vida, al menos en esta y si esta misma les impedía reproducir sus sentimientos, no encontraban motivos para continuar respirando.
Sólo el amor los ayudaba a ser.
Saborearon la última mirada y en ella se despidieron apasionadamente, hasta la próxima vida (si es que tienen la suerte de que exista una próxima).
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