La casa estaba en silencio. La rutina de sus amigos transcurría intacta, lo de siempre, sin embargo en medio de tanto ruido se oía también un mutismo aturdidor. Faltaba algo en la vida de todos, aunque hasta el momento no lo reconocían. A veces los destinos fatales nos sorprenden súbitamente.
La familia había viajado para la operación. Pero ellos, ni siquiera sospechaban lo que pronto sucedió, porque no había motivos para imaginarse lo peor, porque jamás se les hubiese ocurrido perderlo para siempre.
Para siempre… es una frase aterradora, nos instala en la impotencia, en la resignación, en una espera interminable y sin sentido.
Había perdido gran parte de su salud y con ella, toda esa energía que llevaba a cuestas.
Aunque no le prestemos demasiada atención, la salud gobierna nuestro cuerpo y a su vez nuestras posibilidades de existir. La salud es una jueza inexorable que tiene el poder de condenarnos a perpetua, incluso repentinamente.
El reloj se iba robando sus latidos, segundo a segundo, minuto a minuto, lágrima a lágrima. Y poco a poco la vida, esta vida cruel e inentendible, se devoró su juventud, sus pocas primaveras, sus furiosas ganas de vivir.
Su salud tuvo una curiosa manera de empeorar y luego de tanta lucha, de tanta fuerza, de tanto golpe al corazón, la certeza resultó ser la peor de las posibilidades, el peor mundo posible.
No existía rincón de esta Tierra que lo aparte del infierno y al oír la noticia, el dolor desbordó a toda su gente. La enfermedad, la maldita enfermedad, no tenía cura.
¿Cómo se explican esas cosas que aniquilan? ¿Cuánto pesa el dolor?
Llegó el momento de recibir el impacto y ahí estaban sus amigos, sus amigos de siempre, sus hermanos, entre gritos y llantos, pretendiendo entender lo inentendible, esperando oír que todo era una broma terrible, pidiendo que les quiten el dolor, con la mirada perdida en esa puerta que él jamás volvió a cruzar. Ese amigo ya no estaba y nadie pudo convencerlos de lo contrario, porque cuando la muerte triunfa, la sentencia es irrevocable.
El pueblo se vestía de gris y olía a tristeza. La conmoción recorría las calles, mientras fluía el desenlace fatal por los oídos de sus vecinos. Y las golondrinas, suspendieron su cantar. Alguien se había ido demasiado pronto y para no volver.
Sólo quedó la ausencia y el dolor, un dolor gigante, un dolor que jamás cabera en palabras, un dolor indescriptible, incalculable, insoportable.
Y a partir de aquel abismo, nunca falta ese momento del día en que los invade el recuerdo, ni esas lágrimas a las tantas de la madrugada cuando se reproduce nuevamente su ausencia. Como un reencuentro con las cosas lindas del pasado, como un abrazo intangible que les permite seguir.
Tampoco faltan las marcas en la piel y en el alma y las canciones que, a la luz de la luna, le piden a gritos que vuelva mientras el viento se roba los acordes de un dolor.
Desde aquel instante, siempre hay una estrella incandescente en el cielo que brilla más que todas las demás, transmitiéndoles una fuerza invisible a todos aquellos que no paran de extrañarlo.
Se fue el hijo, el hermano, el amigo y su hipotético viaje hacia ningún lugar provocó en las entrañas de los que más lo amaron un abismo eterno, un estigma imborrable, un recuerdo indestructible y además una casa, todavía y para siempre, en silencio.