Eran alrededor de las tres de la madrugada de un domingo tedioso, insulso como los anteriores. Encendí un cigarrillo e inmediatamente supe que era el momento de sentarme a escribir, de escupir lo mágico y a la vez traumático que fue no ser igual a la mayoría, pero tampoco diferente.
El calendario marcaba el inicio del invierno, los abrigos y el café. Acto que, de alguna manera, me inundaba el ventrículo derecho. Sentía en mi cuerpo el peso de la semana que había transitado días antes, harta del bromuro y las cadenas carbonadas, y por supuesto de aquella que nuevamente estaría por comenzar. Supuse que no sería simple, me aturdía la experiencia y los años, me aturdía, por sobre todo, el cansancio.
Las agujas del reloj se burlaban de mi insomnio, mientras que las canciones de amor conspiraban en mi contra. Tenía frío y lo extrañaba, aún más que las noches anteriores.
Segundo café de la noche, cuarto y último cigarrillo. El desvelo me arruinaría el lunes, lo sabía, pero de cualquier manera no pude dormir.
Me calcé la bufanda y la mochila, comencé a caminar con ganas de volar lejos, pero fueron dos cuadras para la parada del quinientos, las zapatillas dos números más chicas, cuatro o cinco bostezos, sesenta y cinco centavos en un bolsillo descocido. Eran ya cerca de las siete de la mañana, horario en que daba exactamente lo mismo caminar por la vereda o por el medio de la calle sin transitar. Pisaba con bronca los restos del otoño, como si las hojas fueran culpables de mi sutil predilección por el desastre. Oía concentrada los latidos inquietantes del silencio y algo me zumbaba interiormente, aunque no pude descifrarlo con exactitud.
Quizás, es aquello por lo que no he dormido, eso por lo que cada domingo me desvelo, un sonido interno por el que no me cansaré de gastar letras.