Era un día de enero, lo recuerdo por el sol ardiente que maltrataba mi palidez. Estábamos veraneando en familia, no puedo citar exactamente el nombre del lugar, pero sí el mar furioso y las grandes masas de arena excitada, la muchedumbre que paseaba el rostro con una risa feliz y supuse que el cuerpo con el alivio que les provocaba la falta de obligaciones por sólo diez días y la pena de saber que pronto vendría un año de trabajo duro.
Yo tenía apenas unos jóvenes trece años y creía que no iba a poder vivir sin la sonrisa de aquel muchachito poco mayor que ya hacía un año que me robaba más lágrimas que nadie. A esa edad, el mal de amor es una situación límite: ¡Los adultos deben entenderlo de una buena vez! Y uno desparrama la arena con bronca, con odio, con una inmensa tristeza y siente que el mar no tiene sentido si él no se acurruca al lado a mirar la luna y todas esas cosas que nos hacen idealizar las películas de amor. Pero claro, nos resistimos a entender que tanta pasión y romanticismo le pertenece sólo a las ficciones y también, con el tiempo, lo dura que puede llegar a ser la vida real. Y ahí es cuando aparece la angustia, la falta de esperanzas, las pocas ganas de vivir.
En fin, el punto es que yo estaba tirada en la orilla del mar, tratando de entender por qué no podía estar con el chico de mis sueños y demás cursilerías universales, cuando descubro inesperadamente que una profunda mirada venía vehemente hacia mí. Y entonces, yo concentro mis pequeños ojos miel en los del morocho bronceado que parecía comprender mi absurda melancolía infantil y nos pusimos a conversar en silencio, como saben las pupilas. Supe que se llamaba Juan- tenía facciones de Juan- y necesitaba urgentemente contención. Comprendí enseguida que me pedía a gritos que lo abrace y sentí muchas ganas de hacerlo, para que entienda que lo entendía, que yo también extrañaba desesperadamente a alguien. Pero me contuve, porque no era un drama de Shakespeare, sino un instante de pura realidad y me iban a catalogar como desquiciada. Entonces Juan me sonrío con la ternura de un hombre que hacía rato había abandonado la inocencia y yo respetuosamente le devolví esa mueca avergonzada e inmediatamente los ojos se me empaparon de lágrimas que debía contener. Sabía que era la primera y última vez que lo iba a ver en mi vida y la sensación era realmente insoportable.
Tenía trece años, estaba en la orilla del mar y acababa de comprender que la distancia, en la mayoría de los casos, no se trata de eternos kilómetros, sino que es virtual e irónicamente cercana.
4 comentarios:
Eso es! Gran final!
Por cierto, me ha gustado mucho la expesión 'tenía facciones de Juan'.
Por un momento estuve visualizando recuerdos de fotografías mías, de mi padre, y demás juanes, para ver lo que eso significaba, aunque no he sacado nada claro. Pero da igual: ha sido muy entretenido.
No sé. Creo que escuchar 'tienes facciones de Juan' le habría ilusionado tanto como un abrazo. Le habría venido bien escucharlo como sustitutivo del abrazo.
Ah, me tienes despistado con lo del cambio de nombre de blog. Pero te sigo. Ya lo ves.
Es maravilloso ese relato. La mezcla del ayer y del hoy. Esa niña que desesperaba por salirse de esa niñez. Está muy bien ese juego entre las distancias. La distancia que hay en el recuerdo de ese relato. La distancia que se ponía en ese amor virtual que hoy sigue presente. Hermoso, no mejor, bonito.
Agoss seguimos chateando :) jaja ahora voy a leer la entrada. besos
Hola!!
Uff hace cuanto que no pasaba por aquí? Mucho tiempo, pero veo que la calidad de tus entradas no ha disminuido, qué esperanza.
Me encantó este relato, o lo que sea que es, en muchas cosas me hace acordar a mi mismo en aquella edad, cuando creía que no tenía sentido hacer nada que no involucarara a "ella".
Cuando leí la frase esa de que sería la primera y ultima vez que lo verias sonreí, porque hace una semana me encontraba en igual sitación con una bonita muchacha :)
Beso grande y seguí escribiendo!!
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