La situación es la siguiente: esta vez no se trata de mi aparente locura y mi sucesiva necesidad de poner el mundo en palabras. Esta vez es diferente. Es esa melodía existencial que nos inunda a su antojo. Sí, aquello que desde siempre llamamos lluvia.
Hoy abrí los ojos muy temprano, me desvelé más rápido que nunca y le fui fiel a mi ritual mañanero del café, aunque en seguida decidí volver a la cama a fascinarme con Benedetti.
No creo en supersticiones, pero de alguna manera me pone contenta haber sobrevivido al martes trece y al temporal nocturno que me maltrató en la calle.
Las gotas heladas de la lluvia parecen no hartarse y eso me produce una sensación hermosa, inexplicable. Es por eso que ahora mismo estoy acurrucada hasta el cuello, escribiendo estas palabras. Es por eso también que abandoné a Benedetti, claro que no literalmente.
¡Es un momento imperdible! Las personas no podemos ser tan orgullosas como para darnos el gusto de desaprovechar tamaño desastre natural, como para no admitir tanta belleza al unísono, para no permitirnos el placer de sentirnos vivos.
Soy una de esas personas que creen que la lluvia es algo más que un fenómeno atmosférico, que gotas de agua pura producto de un choque de exhaustos nubarrones que ya cumplieron su ciclo y deben empapar la ciudad porque la gravedad lo indica.
Considero que, además de lo orgánicamente natural, esconde un contenido indudablemente emocional. Es también un diluvio interno. Quiero decir con esto, que produce un escalofrío de conciencia, una aceleración al corazón, un sacudón al ser humano. Lo que podría llamarse vulgarmente nostalgia.
La lluvia nos instala en la habitación de la melancolía, nos revoluciona la monótona rutina, nos hace concientes de que al salir al exterior vamos a mojarnos y eso nos producirá frío e incomodidad seguramente y, detrás de aquellas sensaciones, pretende recordarnos que somos esclavos de la existencia, que estamos vivos y tenemos la responsabilidad de sentirnos de esa manera.